sábado, 13 de octubre de 2012

Solíamos llamarlo Muelle Vergara.


“¡Pasen y vean, al grandioso mago Leroy!”. La voz de un artista ambulante despista a una joven que camina despacio por aquel precioso paseo marítimo. Desvía la mirada haciendo caso a sus palabras, pero dos segundos mas tarde le regala un gesto que claramente quiere decir “lo siento llevo prisa”, cuando en realidad el tiempo es lo que menos le preocupa en esos momentos. Con indiferencia sigue su camino con medio ojo guiñado como consecuencia del fuerte impacto del sol sobre su cara. La brisa marina mece su pelo en minúsculos intervalos de tiempo y poco a poco le va dejando un ligero aroma salado. Observa con interés la gran cantidad de puestos artesanales que se disponen a lo largo de toda la calle. Hay ciertas cosas que le llaman la atención y le gustaría comprar, pero no lleva dinero encima. Siempre le han entusiasmado los artilugios hechos a mano y admira muchísimo a aquellas personas capaces de hacer tales obras de arte.

Después de haberse fijado en numerosos objetos, le echa el ojo a un precioso atrapa sueños de color celeste que se balancea de lado a lado colgado del techo de uno de los tenderetes. Se compone de una red principal cuyo tamaño es bastante considerable, dos redes mas pequeñas a ambos lados y como decoración un par de conchas y plumas en un tono esmeralda. Pese al enorme encanto que ha sentido al verlo, sigue de largo andando despacio. Con ayuda del viento, el largo vestido verde de palabra de honor que lleva puesto, se echa hacia atrás en cuanto la joven comienza a caminar.

Con cada uno de sus pasos, acuden a su cabeza millones de recuerdos de aquel lugar. Al instante piensa en aquella tarde, los dos envueltos en una manta sentados frente al mar. Eran últimos de verano, casi anocheciendo, por lo que el frío era incipiente. Allí fue donde le dijo lo mucho que significaba para él y las ganas que tenía que besarla, y así lo hizo. Ese es sólo uno de los momentos que le rondan en esos instantes. Pocos minutos después, desciende por unas escaleras que la conducen hasta la playa. Siente como la arena se cuela por las rendijas de sus sandalias y disfruta del poco calor que desprende. El sol está empezando a descender. Camina hasta la orilla del mar y con muchas ganas, se moja los pies. Casi al segundo siente ese frío que solo podía ser característico del pacífico. Poco a poco va perdiendo la sensibilidad en los dedos hasta que le resulta lo suficientemente molesto como para apartarse.

Tras estar un rato allí de pie, se sienta de cara al enorme mar que frente a ella se encuentra. Se acuerda de los múltiples baños que se ha dado en aquellas aguas y la cantidad de personas con las que ha estado disfrutando de todo aquello. Piensa la vez en la que uno de sus amigos hizo una fiesta por su cumpleaños y fue todo su grupo a pasar allí la noche, con la expresa luz de la luna y tres antorchas. Fue una noche inolvidable, digna de ser recordada para siempre.

Para siempre. Cualquiera lo diría. Aquellas palabras no consiguen mas que rememorar la mañana en la que se reunió con su mejor amiga para despedirse de ella. Para ambas quince mil kilómetros no eran capaces de acabar con una amistad como la suya. Estaban convencidas. Para siempre se dijeron y ahora ella en el mismo lugar la recuerda con dificultad tras doce años sin verla. No está triste, no hay rastro de querer llorar en sus ojos, sabía que aquello pasaría.

Empieza a sentir como las manos se mueven lentamente intentando comenzar a tiritar. Se calza las sandalias, echa un último vistazo al horizonte y sonríe. Sigue su camino por aquel paseo marítimo en el que alguna vez vivió grandes momentos.

A medida que avanza se fija en que el muelle que años atrás era la atracción principal del lugar, esta en ruinas, apenas queda nada de él. Igual que su pasado.

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