[...] El sol volvía a
asomar por uno de los huecos de su persiana como cada mañana. Entre
las sábanas revueltas de su cama se decía a si misma que ya iba
siendo hora de levantarse y saludar a un nuevo día. ¿Nuevo? Bueno,
quizá sólo en el sentido figurado. Desde hacía un par de meses la
rutina se había convertido en su miseria. El pasar de las horas la
martirizaba intensamente y en ocasiones, dudaba acerca de si
prefería que el tiempo transcurriese más deprisa o si la solución
era que se parase para siempre. Sin embargo, las respuestas nunca
acudían a su ayuda y por ello vivía en una continua espiral que
carecía de sentido alguno. El impulso, la motivación, las ganas de
comerse el mundo, se habían esfumado por la puerta trasera y no
parecían tener intención de regresar. Pero a ella no le importaba,
se había acostumbrado a ese vacío continuo dentro del pecho. A la
indiferencia. Quizá todo empezó cuando se enamoró por primera vez,
cuando se percató de que él ocupaba su cabeza las veinticuatro
horas del día y de que las piernas le temblaban cada vez que la
agarraba por la cintura. Lo lógico hubiera sido que con la cabeza a
pájaros y el estómago lleno de mariposas no le hubiese importante
nada ni nadie más, pero al menos fuese feliz. Pero ella no
funcionaba con lógica. No era esa clase de personas que llevan
implícito un manual de instrucciones y se conoce al detalle su
funcionamiento. Ella se asustó. Le atemorizó el hecho de que otra
persona pudiese resultarle más importante que sí misma y su mundo.
Le dio miedo entregar toda su piel y dejarse llevar. Así que acabó
por fumigar su interior y hacer desaparecer cada una de esas
mariposas que volaban a su antojo dentro de su cuerpo provocando sensaciones de una mezcla de placer y angustia. A fin de
cuentas siempre odió los bichos voladores.
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