El reloj se acercaba tímidamente a la una de la madrugada y la
bañera desprendía abundante vapor, señal de que el agua estaba
caliente. El dedo meñique de su pie izquierdo huyó rápidamente al
contactar con la elevada temperatura en la que se sumergía. Un
segundo mas tarde repitió la acción y, poco a poco, su piel se
acostumbró a ese calor asfixiante pero apacible. Una vez todo su
cuerpo se vió cubierto de gotas de agua, él procedió a
introducirse para hacerle compañía al tiempo que agachaba su cabeza
algo mas que el resto de sus extremidades, para así poder saludarla
con un cariñoso beso. Cuando se hubo acomodado a su vera, la abrazó
con fuerza y le susurró al oído un “Te quiero” que erizó cada
centímetro de su piel. Ella se limitó a sonreír y a pensar para si
misma lo estúpida que parecía cuando estaba a su lado, lo indefensa
y pequeña que se sentía y lo mucho que él la protegía. Sobre el
agua flotaban un par de lucecitas que hacían de aquello algo aún
mas especial. Ella las llamaba luciérnagas, sus particulares
luciérnagas. Al igual que esos bichitos con forma de gusano que
pocas personas pueden presumir de haber visto, ella se sentía mas
especial que ninguna. Única. Giró su cabeza un poco y le observó
al tiempo que sonreía. Esa sonrisa de la que esperaba ser el motivo.
Esa sonrisa que le ganaba a aquellas luces y se encargaba de iluminar
el cuarto de baño. Esa sonrisa que, como la suya, eran el motivo de
haber encontrado cada uno a su propia luciérnaga.